miércoles, 26 de agosto de 2009

209

En menos de 400 pies cuadrados se encerró el universo por doce meses. El aliento podrido que escupía la calefacción no logró matarme, el hecho de que más de la mitad de los cajones disponibles no abrieran no me molestó, la falta de presión en la ducha se tornó un deporte y el peculiar olor que acompañaba al horrendo sofá nunca me pareció un insulto.
Ahora me mudé. Saqué mis libros, ropa, trabajos viejos, mis dos televisores (uno de ellos no sirve y lo tengo de mascota), mis zapatos y mi guitarra y los metí en un lugar nuevo, más grande, mejor. El problema radica en que mi antigua cueva tenía lo que tienen los lugares en los que pasamos mucho tiempo encerrados: personalidad.
Ahora tengo el doble de espacio y ningún mueble. Anoche esperé que el reloj leyera 12:00 a.m. y, guitarra en mano, pinté las paredes con las mismas canciones que usé para calentar el otro rincón.
Un libro de Pynchon en el suelo y un poco de jazz en el estereo es más que suficiente para que un lugar deje de ser un lugar y se convierta en un espacio habitable, conocidó y cómodo sin importar la falta absoluta de muebles. Cuando no se tiene un sitio para poner el culo, tiende uno a prestar más atención al alma. Cuando la cama está en el piso, alcanzar el vuelo de la imaginación se torna una necesidad. Cuando tenemos poco, todo significa un poco más.

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