martes, 24 de junio de 2008

Sobre el enigmático comportamiento humano dentro de los confines del aparato subibaja comúnmente denominado ascensor

Lejos de dilucidar la complicada y errática naturaleza del homo sapiens, el presente estudio pretende sólo exponer las observaciones hechas de dicha especie dentro de los confines del cuadrangular recinto de transportación vertical conocido como ascensor. La carencia de explicaciones se debe a que esa naturaleza cambiante y errática que mencionábamos desafía a diario los paradigmas y estatutos que la psicología se empeña en querer hacer pasar como infalibles y certeros.
En primer lugar, es necesario entender que el aparato mecánico de desplazamiento vertical resulta para el humano, desde el punto de vista sicológico, un trauma doloroso: el ascensor es el resultado de la inutilidad del cuerpo frente a la pretensión babilónica de los rascacielos modernos en antagonismo directo con la blanda redondez del trabajador promedio. De igual forma, resulta el sarcófago metálico un elemento sine qua non de la vida en los edificos ante la imposibilidad vertical en forma de escalera.
Contextualizado ya el aparato de transportación del proletariado moderno, podemos pasar a ver algunas de las prácticas más comunes. En primer lugar, el ser humano tiene una tendencia irreductible a presionar el botón de llamada del aparato en reiteradas ocasiones, aún a sabiendas de que dicha operación repetitiva y de carácter desesperado e impaciente es totalmente inútil. Es curioso observar que, aunque dicha operación no produjo resultado alguno en la llamada del aparato, muchos primates con traje repiten la operación con el botón que demarca el piso al que desean llegar.
En segundo lugar, se observa un efecto físico dual por el hecho de estar en el recinto en compañía de otros humanos: una contracción del esfínter que produce cara de dolor y un levantamiento de los hombros aunado a un junte de las extremidades con tal de evitar cualquier roce con las demás bestias encerradas en el rectángulo. De igual forma, en lo que respecta al campo visual, el humano busca un punto en el techo, la pared o el suelo para clavar la vista: es necesario evitar el contacto visual con los demás presentes para que no se confundan las intenciones.
En caso de que quede espacio suficiente en el ascensor, se observa que cada miembro del grupo escoge una esquina para pegar su cuerpo a la pared y sólo se separa de su rincón en el momento en que llega a su destino. Claro está, se observan muchos casos en los que, por la prisa y la necesidad de dejar de estar con otros humanos, uno de ellos camina hasta la puerta y sale en el piso equivocado. Cuando esto sucede hay dos soluciones: algunos regresan con el rabo entre las patas a su rincón de silencio y otros, los más orgullosos, depués de poner esa cara de sorpresa que delata que se bajaron en el piso incorrecto, se tragan su error y caminan por el pasillo en espera de que el ascensor se cierre para poder llamar y subirse a otro en el que todos ignoren su error.
Por último, la presencia de otro ser humano siempre preocupa al que primero se va a bajar. Es esa realidad humana que todo el mundo conoce: el que se queda le mira el culo al que sale. Probablemente por esto es que se acelera la respiración y el habla. El resultado de esa acelelración es que, en los casos en que los primates encorbatados recuerdan que sus madres los entrenaron para decir buenos días/tardes/noches, el falso deseo sale de sus bocas con la misma velocidad y entonación que un pedacito de comida que la intrépida y curiosa lengua encontró en la muela trasera dos horas después de comer.
La próxima vez que se vean en una situación de movimiento dentro de uno de estos aparatos, no duden en sonreir ampliamente y mirar a los ojos a sus compañeros de viaje; verán que ellos no saben dónde carajo meterse ni qué hacer. Háganlo y después me cuentan.

viernes, 13 de junio de 2008

Buen provecho

A pesar de que no me dejarían decir vagos glotones hijos de la gran puta de manera explícita, El Nuevo Día publicó hoy, viernes 13 (buena fecha) de junio esta columna en la que defiendo a los incapacitados mentales de las más altas esferas de este país roto.

13-Junio-2008
Gabino Iglesias
Escritor y periodista

Buen provecho
El último escándalo político es de naturaleza nutritiva: muchos legisladores ganan en dieta lo que no gana un trabajador promedio en todo el año, y sin cobrar dietas.
La prensa expone a estos representantes y senadores y ellos explican que estas dietas son parte del salario, que es una remuneración justa, que trabajan 14 horas diarias y otra multiplicidad de patrañas dignas de su profesión.
No obstante, esta columna no es una crítica sino una defensa. La necesidad imperiosa de mantener estos intelectuales en posiciones de poder es ineludible al analizar los siguientes puntos:
1-La velocidad pasmosa con que atendieron el mandato de unicameralidad que les hicieron los que los alimentan.
2-La cantidad y calidad de los proyectos legislativos que se han realizado en este cuatrienio.
3-La envidiable desfachatez con que se paran delante de las cámaras de televisión a dar opiniones y a dictar sentencias sobre cualquier cosa y la manera tan entretenida en que exponen sus inútiles rencillas internas y su inimitable forma de perder el tiempo.
4- La pulcra e intachable imagen pública que han logrado mantener todos ellos a lo largo de sus ilustres carreras para agradecer el genial voto de los puertorriqueños (primeros culpables de esto).
5-La defensa acérrima que hacen desde sus puestos de los derechos de los maestros, policías y demás empleados públicos del País.
6-El orgullo palpable que demuestran siempre al mal nombrar al “pueblo de Puerto Rico” para salir del paso y racionalizarlo todo.
Dejemos que cultiven su redondez a costa de los que sí trabajan, que viajen en “lujosas guaguas” y que cambien su ajuar cada seis meses. Sólo podemos desear que algún día, por imposible que parezca, entre la reyerta politiquera de turno y perder el tiempo cobrando en exceso, llegue una mágica plaga de conciencia a sus oficinas.

jueves, 12 de junio de 2008

Debajo de un farol

Debajo de un farol, las caderas embutidas en una minifalda de cuero y los pies encarcelados en la incomodidad infinitamente femenina de unos tacones imposibles, una prostituta espera la llegada de un cliente.
Tiene suerte y logra recaudar suficiente para pagar sus cuentas sin hacerle daño a nadie y llega a su casa temprano con el alba de la mano, justo a la hora en que llega periódico. Dentro de su casa la esperan sus dos hijos (o ninguno, o tres o cuatro), su perrito y el inútil de su marido alcohólico (al que mantiene), quintaesencia barrigona del macharrán nacional . Ella se sienta y lee el diario. Todo es prostitución: se venden los intelectuales, aceptan dinero los políticos y las ideologías juegan a ser veleta del viento triste de una economía que agoniza.
Sigue leyendo: por fin alguien contempla en serio el problema de la droga. Más adelante critican a las amantes mercenarias de Mayagüez, Arecibo, etc. Ella piensa en sus congéneres de Río Piedras y sonríe.
Ella sabe que la venta de sensaciones no debería ser un delito perseguido por la ley; la estupidez sí. La solución al “problema” de las “cenicientas de saldo y esquina”, en palabras de el Maestro, se acabaría legalizando su profesión y ofreciéndoles un buen plan médico y de retiro. La utopía se le atraganta al pensar que algún político, hijo de una compañera de trabajo, se robaría los fondos de ese proyecto y escaparía impune mientras el país se suicida, se droga y se atreve a criticar su milenaria ocupación.
Cierra el periódico, prepara el almuerzo de sus hijos y descansa para enfrentar otra noche de peligro vendiendo satisfacción y fantasías a padres de familia y profesionales que llegan a buscar amor clandestino o la compañía secreta de alguno de sus amigos que atienden a figuras públicas, políticos y policías que se niegan a salir del “closet”.
Me uno a Ismael, "puta proletaria, con permiso, sólo quiero un saludo solidario, presentarle mis respetos". Ojala que esta noche no llueva, carne mercenaria, literatura con tacones, mujer de la noche, cliché con minifalda de cuero, eterna puta, orgullo de la nada.

viernes, 6 de junio de 2008

Yo no soy yo, ahora más evidentemente que nunca

"Of Other Spaces" era el título del ensayo de Foucault que me jodió la cabeza para siempre.
"The mirror is, after all, a utopia, since it is a placeless place. In the mirror, I see myself there where I am not, in an unreal, virtual space that opens up behind the surface; I am over there, there where I am not, a sort of shadow that gives my own visibility to myself, that enables me to see myself there where I am absent: such is the utopia of the mirror. But it is also a heterotopia in so far as the mirror does exist in reality, where it exerts a sort of counteraction on the position that I occupy. From the standpoint of the mirror I discover my absence from the place where I am since I see myself over there. Starting from this gaze that is, as it were, directed toward me, from the ground of this virtual space that is on the other side of the glass, I come back toward myself; I begin again to direct my eyes toward myself and to reconstitute myself there where I am. The mirror functions as a heterotopia in this respect: it makes this place that I occupy at the moment when I look at myself in the glass at once absolutely real, connected with all the space that surrounds it, and absolutely unreal, since in order to be perceived it has to pass through this virtual point which is over there.", decía su párrafo maldito.
Me adueñe del concepto sin saber que se adueñaba de mi. Rompí todos los espejos de casa y me descosí un costado con un cuchillo de cocina para buscar eso que yo creía, inutilmente, que era. No encontré nada y decidí guardar la palabra esencia y dos lágrimas de cocodrilo en un cofrecito. Me olvidé de ocupar los espacios, de nada servía, todo era nada y el nihilismo nietzscheniano me rondaba como una mosca hambrienta.
Tallé el concepto a mi conveniencia (característica que me ayudó a recordar lo que es creerse humano) y me apoyé en la heterotopía de madera hasta las postrimerías de mi tesis, llorando por dentro y botando aceite por la herida del costado.
Pasó un año y el recuerdo del espejo gritaba debajo de mi cama como los gatos a las tres de la mañana. Mi debilidad ganó y claudiqué: leí el abismo por milésima vez. ¿Dónde carajo puse la novela de Torrente Ballester? A lo peor se lo fumó el cadáver del espejo.