jueves, 16 de abril de 2009

Ventanas sin mar

¿De qué carajos sirve una ventana que no da al mar? Sé que la pregunta suena extraña, que las ventanas pueden dar a muchos sitios, etc. El punto es que mi única ventana da a un estacionamiento, un pedazo de calle y unas casas en la acera opuesta. Cada vez que me asomo me miran desde su estoico silencio los calvos árboles de la acera. Sin una hoja a la vista y con ese enormen cielo tranquilo que caracteriza las tardes en esta ciudad, los árboles siempre permanecen en su sitio. Sin hojas que se muevan y con poco tráfico, la calle se empapa de una homogénea quietud, una permanencia absoluta que aburre y cansa la vista con su idéntica exactitud día tras día.
Nunca pensé que el cansón vaivén del mar, esa tonta insistencia de las olas que no lleva a nada en absoluto, me fuera a hacer tanta falta. Confieso que he intentado ofrecer a mis ojos el facsímil razonable de un inmenso río, pero el tono verde del agua, la presencia inmediata de sucedáneos árboles (sin duda hermanos de los que esperan fuera de mi ventana), la relativa proximidad de sus orillas y el serpenteo forzado de su cauce no logra arrancarme del pecho la falta de mar que tengo.
Incontables tardes en que el mar se tragó el sol y la risa de la gente que quiero se tostó en la arena, el placer de beber cerveza fría sumergido en el salado líquido sagrado, el yodo curándome las heridas de la batalla; todos fragmentos de memoria que saltan por esa ventana sosa poblada de árboles secos.
Me gusta pensar que ellos también sueñan con ver el mar.

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