Era un poco antes del verano del 2002. Estaba en el Museo Metropolitano de Arte en la increíble ciudad de Nueva York y fuera hacía bastante frío. Entr eobras y obras me topé con El Pensador, la escultura famosa del escultor francés Auguste Rodin (1840- 1917). Era difícil sorprenderme en ese momento: venía de ver obras de Picasso, Monet, Van Gogh, Max Ernst, etc., pero, por alguna razón, El Pensador me impactó y me quedé un tiempo ante su presencia.
Hoy es un viernes caluroso de noviembre. Estoy en Puerto Rico y estamos en las postrimerías del 2007. Un día muy diferente a aquel en que ví la pieza de Rodin. Sin embargo, la vida se encargó de llevarme a cubrir el Museo de Arte de Ponce en Plaza Las Américas. Llegué, entrevisté, saqué las fotos y, después de terminar, me dejaron ver la exposición de Rodin de manera muy particular: solo y de gratis.
De más está decir que detrás de una columna me esperaba la figura de El Pensador. Si bien es cierto que hay varias versiones hechas por Rodin de esta obra, la realidad es que importa poco. No pude evitar la tentación y lo toqué (tengo una peligrosa tendencia a hacer ese tipo de cosa). me sentí enano. Cinco años pasaron desde que lo vi por primera vez. Cinco largos años de vida, estudios, viajes, lecturas, relaciones, muertes, amistades, días y noches, otras obras de arte, etc. Sin embargo, ante la perpetuidad infinita de esta pieza, me sentí insignificante. No sentí mi vida ni la muerte de Rodin. Lo único que sentía era la fuerza imperecedera del arte, la magnitud de la genialidad, la perpetuación del pensamiento.
Creo que Rodin es El Pensador, y el Pensador soy yo, y yo soy parte del universo, y el universo es parte de un todo, y todos somos todo. Todos somos un pedazo del arte y el arte pedazos de nosotros. Hoy viaje de la usual inexplicable tentación de la existencia a la imperceptible realidad de los fragmentos del infinito... de ida y vuelta.