Aquí les dejo la columna del domingo.
14 de julio de 2013
Tecnofobia
Gabino Iglesias
Estoy sentado en el aeropuerto. Delante de mí, una señora cuya cara haría a un “bulldog” parecer el animal más feliz del mundo, mueve los dedos sobre la pantalla de una tableta. En los aeropuertos me fascina mirar a la gente, pero esta señora no ofrece nada de interés. Cuatro asientos a la derecha de la dama hay un gordito de unos ocho años. Tiene un celular en las manos. Su cuerpo inmóvil es el opuesto perfecto de sus pulgares: parecen gruesas lombrices en pleno ataque de epilepsia. Al lado del impúber está su “telefoadicta” madre. Ella tiene los ojos muertos, como de tiburón, pero sólo usa un pulgar en intermitentes movimientos horizontales.
Abandono al dúo y sigo buscando. Dos sillas después hay un hombre hundido en su asiento. También tiene una tableta. Su ceño está hecho un nudo. Con un dedo desplaza piezas en un juego del que parece depender su vida y la de sus seres queridos. A su lado, un padre supervisa sus dos hijas entre miradas a su celular. Ambas criaturas sujetan iPads a pocas pulgadas de sus respectivas narices. Su mudez y quietud me parecen dolorosamente anacrónicas. Aquí algo anda mal.
Al final de la fila de asientos, una madre dormita mientras su polluelo aporrea un aparato electrónico con los dedos. Tiene la boca abierta y una cínica voz interna empieza a jugar: “Te apuesto el 10 por ciento del ápice de respeto que te queda por la humanidad a que el pequeño se babea”.
Con desespero empiezo a buscar un libro o, a falta de semejante artilugio arcaico, un par de pupilas cuyo fluido movimiento horizontal delate que su dueño está leyendo. Cinco minutos y cientos de aparatos después, una sinuosa depresión se me va enroscando en los tobillos y saco mi libro para abandonar el mundo un rato. Huelo el papel. Acaricio la portada.
Estaremos conectados y tendremos un universo de información en el bolsillo, pero a mí esta sana tecnofobia no me la quita nadie.
n El autor es estudiante doctoral.
Abandono al dúo y sigo buscando. Dos sillas después hay un hombre hundido en su asiento. También tiene una tableta. Su ceño está hecho un nudo. Con un dedo desplaza piezas en un juego del que parece depender su vida y la de sus seres queridos. A su lado, un padre supervisa sus dos hijas entre miradas a su celular. Ambas criaturas sujetan iPads a pocas pulgadas de sus respectivas narices. Su mudez y quietud me parecen dolorosamente anacrónicas. Aquí algo anda mal.
Al final de la fila de asientos, una madre dormita mientras su polluelo aporrea un aparato electrónico con los dedos. Tiene la boca abierta y una cínica voz interna empieza a jugar: “Te apuesto el 10 por ciento del ápice de respeto que te queda por la humanidad a que el pequeño se babea”.
Con desespero empiezo a buscar un libro o, a falta de semejante artilugio arcaico, un par de pupilas cuyo fluido movimiento horizontal delate que su dueño está leyendo. Cinco minutos y cientos de aparatos después, una sinuosa depresión se me va enroscando en los tobillos y saco mi libro para abandonar el mundo un rato. Huelo el papel. Acaricio la portada.
Estaremos conectados y tendremos un universo de información en el bolsillo, pero a mí esta sana tecnofobia no me la quita nadie.
n El autor es estudiante doctoral.
Pueden leer el original aquí.