Murphy ha vuelto a hacer su aparición. A pocos días de tener que entregar mis proyectos finales, mi computadora murió. Lejos de desesperarme, busqué los discos necesarios para revivirla, le dije adiós a todo el trabajo que tenía en sus entrañas y pasé algunas horas en la sala de operaciones. Ahora tengo que acordarme de que los acentos no están en la tecla de siempre, mi música está en un disco duro, algunos de mis escritos han desaparecido y, como un vulgar chiste tecnológico, ni siquiera tengo Word para poder trabajar en lo que me toca.
Como siempre, el fin del semestre, además del debacle de la computadora, trajo consigo ese sentimiento de tristeza que sin duda es causa de una rotura en la rutina, la sombra asesina de la responsabilidad siempre flotando sobre mi cabeza y la incertidumbre de lo que me depara el caliente verano que se aproxíma. Las preguntas filosóficas se me acercan como moscas y me paso el día matándolas a cañonazos.
Ayer, por ejemplo, me acordé un par de veces de una noche mala que tuve en un sitio muy bueno. Estaba en un apartamento de playa en Loíza y a eso de las tres de la mañana me econtraba frente a la venta del balcón que daba a un campo poblado por la maleza. No tenía la más mínima idea del rumbo que llevaba, no tenía un buen libro cerca, no había otro ser despierto en el resto del planeta y no tenía música para inyectarme.
Por alguna razón, aquella noche se quedó conmigo. Supongo que es porque aún cargo algunas de las preguntas que esa noche zumbaban alrededor de mi cabeza. No obstante, hoy la historia es otra.
Si bien no sé a dónde voy ni logro empezar a imaginar que hay detrás de la puerta de este verano, Miles sopla milagros cerca de mi y estoy rodeado de libros. Mi futuro huele a avión, mi guitarra susurra desde su esquina y los años que han pasado entre aquella noche y hoy me han enseñado el binomio más importante: ser y estar. Hoy soy yo y estoy aquí. Lo demás me importa un carajo.
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