lunes, 27 de agosto de 2007
Decisiones
Aprietas los dientes y tomas lo que te ofrecen. Es eso o el precipicio. Dejas la depresión en el baúl del carro, al sol, y te bajas en algún destino. Sabes que te engañaron y te duele, pero sigues adelante. Sueñas con rascacielos y horizontes, otros lugares, otros tiempos, otras gentes, otros planes. La verdad te abofetea la cara y sólo te queda sonreír. No puedes refugiarte en al acohol, no puedes escapar al pasado. La paz está en las canciones del camino y en la seguridad intermitente de que algo nuevo y mejor espera a la vuelta de la esquina. Te sientes un esclavo asalariado, un pateado de la vida. Te sientas a leer poemas maniacodepresivos y a ver programas vacíos en la televisión. Así es la vida.
sábado, 25 de agosto de 2007
El viejo del supermercado
Estoy en el supermercado. Empujo mi carrito distraídamente persiguiendo a Ady por los pasillos del establecimiento. Me pregunto qué hago en ese sitio. La respuesta es nada. Sólo estoy ahí en un acto inconsciente de obediencia que, en realidad, no me cuesta nada. Sólo la acompaño y le cargo la compra para simplificarle la existencia.
De repente me topo de frente con un viejo como de 60 años. Está bien vestido: pantalón crema, camisa de manga corta de rayas por dentro y zapatos de vestir. Tiene cara de buena persona. Es uno de esos pocos seres que me caen bien sin haber hablado con ellos nunca. El viejo me simpatiza. Veo desde lejos que la angustia se dibuja en su ceño. Cuando me acerco un poco me percato de que tiene una lata en cada mano y el celular enganchado en la oreja. "Es que hay leche de coco y extracto de coco" dice con voz preocupada. "No hay ninguno que sea Coco López" dice aún más angustiado. Me quedo observándolo a manera de estudio social y veo que trata de hablar pero la voz que le contesta desde el otro extremo de la línea no lo deja. Imagino que recibe las instrucciones nuevamente, y de mala gana. Trato de ignorarlo para no meterme en su situación y le digo algo a Ady. Unos segundos más tarde vuelvo a mirar al viejo. Tiene cara de que está a punto de llorar. Lo escuché decir que no había lo que la vieja quería. En ese momento lo veo mirando el celular con una tristeza del carajo. La pantalla está encendida: sé que le gritaron la última orden y le engancharon sin despedirse, sin un te quiero y sin darle más oportunidad de explicación. Entonces me hago la película mental. La puñetera vieja ociosa de turno se antojó de hacer alguna receta ridícula que vio en alguna revista pendeja para mujeres sin nada que hacer. Se antojó del postre y le faltaba el coco molido, el extracto de coco, la leche de coco o lo que fuera. Entonce sucedió lo de siempre: el pobre viejo tuvo que vestirse para salir al supermercado a las diez de la noche. Obviamente, la vieja de mierda no se iba a vestir para salir a esa hora a buscar el maldito coco.
Mientras Ady termina de pagar veo al viejo en la fila expreso pagando dos latas con productos de coco diferentes y dos latas diferentes de leche condensada (imagino su otra odisea láctea). Me lo imagino llegando a su casa a recibir gritos porque es un bruto y no compró el puto coco que tenía que comprar. Me lo imagino comiéndose la porquería de postre y mientiéndole a su consorte que no cesa de preguntarle si está bueno. Hubiése quedado mejor si el hubiése llevado el coco que le pidieron. De repente estalla un rayo de luz en mi imaginación y lo imagino con una sonrisa sarcástica en la cara diciéndole a la vieja caprichosa: "Vete a la mierda, ese es el coco que había. No puedes cocinar huevos fritos y estás intentándo hacer postres gourmet. Vete al carajo y métete el jodío coco por el culo, vieja repugnante. El próximo capricho te lo cumples tu solita cariño". Me río de alegría. Ady me pregunta qué me pasa. Nada mi amor, nada. A veces hay un lazo invisible e indestructible entre los hombres. Espero que el pobre viejo esté tan bien como se merezca.
De repente me topo de frente con un viejo como de 60 años. Está bien vestido: pantalón crema, camisa de manga corta de rayas por dentro y zapatos de vestir. Tiene cara de buena persona. Es uno de esos pocos seres que me caen bien sin haber hablado con ellos nunca. El viejo me simpatiza. Veo desde lejos que la angustia se dibuja en su ceño. Cuando me acerco un poco me percato de que tiene una lata en cada mano y el celular enganchado en la oreja. "Es que hay leche de coco y extracto de coco" dice con voz preocupada. "No hay ninguno que sea Coco López" dice aún más angustiado. Me quedo observándolo a manera de estudio social y veo que trata de hablar pero la voz que le contesta desde el otro extremo de la línea no lo deja. Imagino que recibe las instrucciones nuevamente, y de mala gana. Trato de ignorarlo para no meterme en su situación y le digo algo a Ady. Unos segundos más tarde vuelvo a mirar al viejo. Tiene cara de que está a punto de llorar. Lo escuché decir que no había lo que la vieja quería. En ese momento lo veo mirando el celular con una tristeza del carajo. La pantalla está encendida: sé que le gritaron la última orden y le engancharon sin despedirse, sin un te quiero y sin darle más oportunidad de explicación. Entonces me hago la película mental. La puñetera vieja ociosa de turno se antojó de hacer alguna receta ridícula que vio en alguna revista pendeja para mujeres sin nada que hacer. Se antojó del postre y le faltaba el coco molido, el extracto de coco, la leche de coco o lo que fuera. Entonce sucedió lo de siempre: el pobre viejo tuvo que vestirse para salir al supermercado a las diez de la noche. Obviamente, la vieja de mierda no se iba a vestir para salir a esa hora a buscar el maldito coco.
Mientras Ady termina de pagar veo al viejo en la fila expreso pagando dos latas con productos de coco diferentes y dos latas diferentes de leche condensada (imagino su otra odisea láctea). Me lo imagino llegando a su casa a recibir gritos porque es un bruto y no compró el puto coco que tenía que comprar. Me lo imagino comiéndose la porquería de postre y mientiéndole a su consorte que no cesa de preguntarle si está bueno. Hubiése quedado mejor si el hubiése llevado el coco que le pidieron. De repente estalla un rayo de luz en mi imaginación y lo imagino con una sonrisa sarcástica en la cara diciéndole a la vieja caprichosa: "Vete a la mierda, ese es el coco que había. No puedes cocinar huevos fritos y estás intentándo hacer postres gourmet. Vete al carajo y métete el jodío coco por el culo, vieja repugnante. El próximo capricho te lo cumples tu solita cariño". Me río de alegría. Ady me pregunta qué me pasa. Nada mi amor, nada. A veces hay un lazo invisible e indestructible entre los hombres. Espero que el pobre viejo esté tan bien como se merezca.
jueves, 9 de agosto de 2007
Salud, educación, San Nosequién y la madre de los tomates
Regreso a la patria después de mi estadia en Fort Lauderdale y no me dan tiempo de antes de obligarme al cinismo nuevamente. En esta ocasión pasé todo un día en la sala de espera del Hospital San Pablo de Bayamón esperando que operaran a mi tio. Se pueden imaginar que la idiotez y la incompetencia absoluta fueron la orden del día. De todas formas, lo que de verdad quería decir es que aquí está la columna que me publicó El Nuevo Día ayer, miércoles 8 de agosto, al respecto.
Cirugía (de)ambulante
Gabino Iglesias
Periodista y escritor
Son las seis y veinte de la mañana y me deslizo entre piernas extrañas en compañía de mi padrino. Estamos en la sala de cirugía ambulatoria y ambulante de un hospital, cuyo nombre dejaré en el tintero, y buscamos asiento. Veo pasar la mañana como si nada.
Me canso de ver programas repetitivos sobre cuasinoticias y me leo este diario de rabo a cabo.
Llega el mediodía “sans” almuerzo y me recreo con 600 páginas de literatura hasta que se me cansa la vista.
Me concentro en los eventos del país para obviar la agonía de mi cóccix. ¿Por qué los empleados de la UPR, los obreros del país y las personas que trabajan en diversas tiendas de bienes y servicios pueden usar un “ponchador” sin problema alguno y, sin embargo, para los maestros del sistema escolar público esto es una violación a su privacidad? ¿No son nueve millones de dólares perdidos por falta de servicios prestados una violación al bolsillo del pueblo? ¿Debo sentirme menos persona por todas las veces que he corrido para “ponchar”? ¿No hay clases de honestidad?
Llega la tarde y sigo esperando. Ahora rezo por que el galeno de turno, o sea, el que le toque manejar el láser sobre el ojo de mi padrino, no sea otro médico de mentira.
A veces creo que es mejor no estar informado.
Llega la noche y la sala se va vaciando. Me voy quedando cada vez más solo hasta que, finalmente, se abre una puerta y sale mi padrino en silla de ruedas.
Son las nueve y media de la noche. Le doy las gracias a San Nosequién y entonces me pregunto: si puedo salir de aquí y seguir amando este pedacito de tierra ¿qué les cuesta “ponchar” a los maestros y hacer las cosas bien a los médicos?
Cirugía (de)ambulante
Gabino Iglesias
Periodista y escritor
Son las seis y veinte de la mañana y me deslizo entre piernas extrañas en compañía de mi padrino. Estamos en la sala de cirugía ambulatoria y ambulante de un hospital, cuyo nombre dejaré en el tintero, y buscamos asiento. Veo pasar la mañana como si nada.
Me canso de ver programas repetitivos sobre cuasinoticias y me leo este diario de rabo a cabo.
Llega el mediodía “sans” almuerzo y me recreo con 600 páginas de literatura hasta que se me cansa la vista.
Me concentro en los eventos del país para obviar la agonía de mi cóccix. ¿Por qué los empleados de la UPR, los obreros del país y las personas que trabajan en diversas tiendas de bienes y servicios pueden usar un “ponchador” sin problema alguno y, sin embargo, para los maestros del sistema escolar público esto es una violación a su privacidad? ¿No son nueve millones de dólares perdidos por falta de servicios prestados una violación al bolsillo del pueblo? ¿Debo sentirme menos persona por todas las veces que he corrido para “ponchar”? ¿No hay clases de honestidad?
Llega la tarde y sigo esperando. Ahora rezo por que el galeno de turno, o sea, el que le toque manejar el láser sobre el ojo de mi padrino, no sea otro médico de mentira.
A veces creo que es mejor no estar informado.
Llega la noche y la sala se va vaciando. Me voy quedando cada vez más solo hasta que, finalmente, se abre una puerta y sale mi padrino en silla de ruedas.
Son las nueve y media de la noche. Le doy las gracias a San Nosequién y entonces me pregunto: si puedo salir de aquí y seguir amando este pedacito de tierra ¿qué les cuesta “ponchar” a los maestros y hacer las cosas bien a los médicos?
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