Entre los pocos elementos efímeros que me ayudan de vez en cuando a comprender la inexplicable tentación de la existencia están los viajes. Acabo de regresar de España y estoy tan de vuleta como si nunca me hubiese ido. Sé que suena ridículo, pero cometí el milagro de regresar al lugar donde fui deliz y regresé con vida. Si partimos de la premisa de que no somos más que el manojo de recuerdos que nos conforma, mis pedacitos están tirados por ahí: San Juan, Guánica, Manhattan, Madrid, Isla Verde, Santo Domingo, Porriño, etc. Mi memoria es un collage de sitios, gentes, acentos y olores.
No pienso embarcarme en el inútil intento de describir lo que soy y lo que siento en un espacio blogosférico; baste con decir que he vuelto y soy otro, el mismo. Vengo de casa y llego a casa. Las noches frías y los aeropuertos fueron una mezcla de Umberto Eco, aire frío, recuerdos mojados, Juan Gelmán, anuncios viejos, calles nuevas, Quique González, mi familia, lágrimas, vacios, luces, olores conocidos, Enrique Bunbury, Tui, sabores nuevos, montañas, extrañeza, Porriño, Porrugal, en fin, la vida.
¿Y el próximo? No sé. Lo único que sé es que ya tengo ganas de irme otra vez.
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