10 de agosto de 2014
Deidades
Por Gabino Iglesias / Estudiante doctoral
Son dos. Vienen en bicicleta. Van de traje y corbata, uno al lado del otro, los pies en perfecta armonía. Si uno no fuera más alto, parecería que es sólo uno de lado ante un espejo. De repente rompen la formación y se me acercan por ambos flancos. Yo, ciudadano de a pie y veterano de los peligros que van atados a la utilización de transporte público, me cuadro.
“Buenas, ¿tienes tiempo para hablar de Dios?”
La pregunta me hace desear que esto hubiese sido un inocente atraco. Bajo la cabeza y nadie me ha dejado un manual contra instintos confrontacionales. Respiro profundo y activo el mecanismo de defensa que me ayudado a sobrevivir tres décadas en este mundo: el humor. “¿Del dios de quién?”
El desencajamiento de caras es simultáneo. Las pupilas del de la derecha tratan en vano de enviar un mensaje a Houston o a su compañero: “We have a problema”. “Dios hay sólo uno”, refuta el de la izquierda con la inmediatez de aquél que lleva el “chip” bien puesto.
“A lo peor en tu ceguera cultural sólo hay uno, pero yo conozco muchos que no le llaman así a su deidad favorita”. El silencio de ambos es elocuente. Espero diez segundos y relleno el vacío entre nosotros con la punta del iceberg de un discurso que recoge el daño que le ha hecho la religión al mundo en los últimos seis meses. Tragan. Me miran. “Si este es un mal momento para hablar del plan de Dios para ti, dinos cuándo es un buen momento."
Sonrío, los miro antes de contestar y después les abro mi puerta: "El lunes que viene a las cinco de la mañana”. Tartamudean, se ajustan la corbata, miran el reloj. Ellos a eso hora no trabajan.
“Ah, es muy temprano para su dios. Entiendo. Si ustedes no tienen tiempo para mí a esa hora, yo no tengo tiempo para ustedes ahora”.
Aguanté la risa casi hasta llegar a casa.
“Buenas, ¿tienes tiempo para hablar de Dios?”
La pregunta me hace desear que esto hubiese sido un inocente atraco. Bajo la cabeza y nadie me ha dejado un manual contra instintos confrontacionales. Respiro profundo y activo el mecanismo de defensa que me ayudado a sobrevivir tres décadas en este mundo: el humor. “¿Del dios de quién?”
El desencajamiento de caras es simultáneo. Las pupilas del de la derecha tratan en vano de enviar un mensaje a Houston o a su compañero: “We have a problema”. “Dios hay sólo uno”, refuta el de la izquierda con la inmediatez de aquél que lleva el “chip” bien puesto.
“A lo peor en tu ceguera cultural sólo hay uno, pero yo conozco muchos que no le llaman así a su deidad favorita”. El silencio de ambos es elocuente. Espero diez segundos y relleno el vacío entre nosotros con la punta del iceberg de un discurso que recoge el daño que le ha hecho la religión al mundo en los últimos seis meses. Tragan. Me miran. “Si este es un mal momento para hablar del plan de Dios para ti, dinos cuándo es un buen momento."
Sonrío, los miro antes de contestar y después les abro mi puerta: "El lunes que viene a las cinco de la mañana”. Tartamudean, se ajustan la corbata, miran el reloj. Ellos a eso hora no trabajan.
“Ah, es muy temprano para su dios. Entiendo. Si ustedes no tienen tiempo para mí a esa hora, yo no tengo tiempo para ustedes ahora”.
Aguanté la risa casi hasta llegar a casa.
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