Ayer estaba sentado con mi viejo en un restaurante chino en el culo/sur de la ciudad. La conversación dio vueltas y terminó, a manera de mosca inquieta, parada sobre el tema de la brevedad discursiva en el texto escrito. Llegamos a ese neurálgico punto después de una crítica acertada y venenosa a la cepa de juntapalabras que hoy día pasan por escritores. Al final, como era de esperarse, llegamos a una conclusión compartida (de antemano): emperifollar innecesariamente un discurso escrito es prueba irreductible de que, tras toda la parrafada, no hay más que vacío.
La literatura de hoy, si es que se le puede llamar eso, es un mundillo de humo y espejos. Las masas lectoras, a falta de bagaje intelectual y lecturas de calidad, tragan felizmente la perorata de los "escritores" modernos y juran, desde esa insultante ignorancia pecadora, que leen libros. ¡Tan es así que la gente hasta tiene los cojones de recomendarme lo que leen!
¿Y de dónde viene el amor a la jerigonza? Creo que hay que repartir la culpa a partes iguales: academia, intelectuales de poca monta y los imbéciles que se tragan todo y asisten en su virulenta propagación.
Por mi parte me niego a someter mi discurso a ese vocabulario rococó que va en clara oposición a cualquier cosa que se asemeje a un positivismo literario. Ya lo dijo el maestro Bukowski: "La genialidad puede ser el decir una cosa complicada de una forma simple." Claro está, si vamos a hablar de discursos vacíos, el maestro también dijo:"El mal gusto ha creado muchos más millonarios que el buen gusto."
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