Este fin de semana atravesé cerca de 1,100 millas metido en un carro. El propósito principal del viaje que me llevó desde Jacksonville, FL, hasta Austin importa poco: lo que importa es el hecho de que aproveché para pasar dos días en New Orleans.
La ciudad, que dista mucho de la imagen que muchos puedan tener de una ciudad devastada por Katrina, es la mezcla perfecta de atributos: vieja, húmeda, gris, histórica, misteriosa, vibrante, alcohólica, maldita, festiva, multicultural, embrujada, industrial y maravillosa. A las 11:00 a.m. se puede encontrar un bar en plena fiesta alcohólica y una banda de jazz tocando en vivo como si sus vidas dependieran del resultado de su sonido. Tuve la oportunidad de hablar con un loco a la orilla del Mississippi, caminé por el bacanal colorido de Bourbon street, conocí un artista cuya ex-esposa era puertorriqueña en el French Market (de ella, por lo que me contó, sólo extrañaba el arroz con pollo), vi la ciudad bajo la lluvia, escuché la trompeta de un hombre que tocaba para reconstruir su iglesia, me comí unos beignets con café en el histórico Café du Monde, perseguí ciudadanos asustados en busca de que alguien me cambiara una peseta y, con los pies sumergidos en el enorme charco en que se convierte el cementerio de la ciudad cuando llueve, presenté mis respetos frente a la tumba de Marie Laveau.
Con sólo dos días de visita, sumo a N´awlins a mi lista de ciudades-mundo.
Regresé a Austin por la I-10, con un mar marrón y picado a la derecha y unos maltratados árboles a la izquierda que no cesan de ser lamidos por el mar. Ahora sé que la magia aún existe y que me dejé un pedazo en una ciudad que, por suerte, sólo queda a un poco más de 500 millas de la puerta de mi casa.
"I wish I was in New Orleans, I can see it in my dreams..." - Tom Waits
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