Es viernes y llego a la entrada del pub después de pagarle tres pesos a un tecato por estacionarme en un sitio privado y un tipo me mira mal. Todo lo que comienza mal, termina peor. Me pregunto qué carajo hago allí y no me contesto: son cosas del amor. Llego a la entrada del local y doy un paso al frente y el orangután encargado de la puerta me pide un ID. Después de asegurarse de que yo soy yo (a veces yo mismo dudo) procede a sobarme las piernas y tocarme los huevos. Finalmente está seguro de que no soy un asesino cargando un hacha y me deja pasar a la próxima fase. La imbécil de turno me pide cinco dólares por entrar con una cara de lechuga del carajo y tengo que salir a la ATH para sacar el dinero. A la vuelta el mandril de la entrada vuelve a repetir el porcedimiento de sobo genital y me deja pasar a ver a la neurocirujana de la mesita otra vez. Le doy un billete de veinte y juro que pareció hacer cálculos para darme la vuelta. Casi le ofrezco la calculadora del celular pero me abstuve, Ady me esperaba dentro. La tipa me devolvió los quince dólares y me marcó como al ganado antes de dejarme entrar. Una vez dentro del local me empujo con un par de morones en movimiento y llego a mi destino. Entre gritos me presentan a la gente y me escapo inmediatamente al refugio de siempre: la barra. Pido un Long Island Iced Tea para Ady y una cerveza nacional para mi y saco un billete de cinco. El bartender me mira todo serio y me escupe a la cara: "Ocho seteintaycinco". Puñeta. Saco el billete de diez y espero mi cambio. Regreso al lugar de partida haciendo malabares y repartiendo chinos entre la gente para no virar el trago y me tranquilizo aferrado a mi cerveza.
A mi alrededor se mueven cuerpos embutidos en camisas de marca y faldas apretadas mientras corean canciones vacías que no dicen nada con una pasión del carajo. Miro con calma y veo todos los estereotipos. Los tímidos en las esquinas, los tiburones al acecho, las flejes (en todas sus vertientes: petardos, cochofles, pistolas, putiflejes, etc), los lindines (también en todas sus múltiples manifestaciones: putisexies, gorditos con torta, papichulos, patos de closet, etc.), las parejas conformistas, los alcohólicos, las bailarinas feas en busca de principes azules, los viejos que intentan recuperar su juventud perdida y un sinnúmero de etcéteras que comienzan a marearme.
Por mi parte, me siento viejo. Viejo y cansado. No entiendo el ambiente, se me acabó la cerveza y nadie dice nada. Empiezo a buscar problemas con los ojos. Estoy ácido. De repente me doy cuenta de que necesito salir de allí. Ya en la calle me siento más viejo y más cansado. Hay algo que me duele por ponerme viejo. Nunca fui como los demás, pero ahora empieza a ser ridícula la diferencia. Hay algo que nos impide hacer cosas que antes hacíamos como si nada. Me duele mi odio por los conglomerados, los clubes, las asociaciones, las discotecas y los pubs de moda. Cada vez soy más barrita oscura, más galán de lechonera, más boleros viejos y menos tecno. Cada vez soy más yo y eso me impide juntarme con los demás en esos engalanados antros de moda donde el fichuleo y la comemierdería me impiden respirar. Probablemente soy una bestia antisocial. ¿Y?
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