El estrépito de la soledad rodando escalera abajo lo despertó. Sacándose la sabana de encima caminó hacia la escalera y la soledad, tramposa y cabrona como siempre, lo empujó a él por la escalera. Precipitándose hacia el vacío se dio cuenta de que de nada sirvió todo lo que había aprendido: no se confía en nadie, jamás.
La oscuridad lo engulló y lo escupió más allá de los deseos, en el país de las realidades a punto de cuajarse, allá donde se besan Dios y Nietzsche y nacen los sueños retorcidos de Dalí. ¿Alguien susurraba muerte? Poco importa. ¿Habrán barras y puteros en la nada?
El niño se asomó al borde del silencio y se percató de que el futuro le deparaba aeropuertos. Sacó el pequeño cofre de los recuerdos y fue haciendo hueco para lo que vendría. Después se sentó y lloró por lo desconocido.
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