viernes, 8 de agosto de 2008

La mano de Víctor

Atravieso a pie los carriles vacíos del autobanco por donde paso cada mañana. Este acto me gana siempre la mirada iracunda del mamífero asalariado que encierran detrás del plexiglás y que está entrenado para contar dinero. Creo que ya no lo hago por necesidad de atrechar sino por el mero placer de pavonear delante de los futuros suicidas con chaleco rojo el ápice de libertad que me queda.
El punto es que doblo la esquina y me encuentro a Víctor, el tecato con el que charlo todos los días antes de subir a la oficina. Hoy se ríe como nunca lo he visto reír: a carcajadas y enseñando hasta el último hueco oscuro de su maltrecha dentadura.
En ese momento me acerco para la charla matutina de rigor y estira la mano. Es un gesto natural, espontáneo y puñeteramente humano. Agarro la mano sucia de largas uñas negras y le doy los buenos días. Nunca nos habíamos dado la mano, no me pregunten por qué. La gente nunca se toca.
Charlamos un rato y en el último cajón de mi cerebro resucitan preguntas: ¿qué decisiones me separan de Víctor? ¿En qué universo paralelo arma el muñequito del amor? ¿Qué recuerda por las noches? ¿Contra quién descarga su rencor? ¿A dónde se va cuando se quema las venas?
Víctor decora la acera con esas yagas como flores que sembró en sus espejismos farmacológicos y huele mal. No obstante, es la única persona que saludo llueve, truene o esté encabronado con el mundo. ¿Por? Porque retiene la humanidad en la cara y me saluda de vuelta, me habla de su infección de pulmón, de su bicicleta sin rueda trasera, de ese desastre de carne que tiene ahora por dedo y que no se ha arreglado (se cayó la semana pasada de un árbol del que robaba quenepas y el dedo anular de su mano izquierda es ahora una Z acostada).
Qué cojones: siempre despotrico contra la humanidad desde mi tribuna de acero pero me toca el corazón mi pana tecato. Me doy cuenta de que Víctor será lo único que extrañe de la Ponce de León cuando me vaya.

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