Lejos de dilucidar la complicada y errática naturaleza del homo sapiens, el presente estudio pretende sólo exponer las observaciones hechas de dicha especie dentro de los confines del cuadrangular recinto de transportación vertical conocido como ascensor. La carencia de explicaciones se debe a que esa naturaleza cambiante y errática que mencionábamos desafía a diario los paradigmas y estatutos que la psicología se empeña en querer hacer pasar como infalibles y certeros.
En primer lugar, es necesario entender que el aparato mecánico de desplazamiento vertical resulta para el humano, desde el punto de vista sicológico, un trauma doloroso: el ascensor es el resultado de la inutilidad del cuerpo frente a la pretensión babilónica de los rascacielos modernos en antagonismo directo con la blanda redondez del trabajador promedio. De igual forma, resulta el sarcófago metálico un elemento sine qua non de la vida en los edificos ante la imposibilidad vertical en forma de escalera.
Contextualizado ya el aparato de transportación del proletariado moderno, podemos pasar a ver algunas de las prácticas más comunes. En primer lugar, el ser humano tiene una tendencia irreductible a presionar el botón de llamada del aparato en reiteradas ocasiones, aún a sabiendas de que dicha operación repetitiva y de carácter desesperado e impaciente es totalmente inútil. Es curioso observar que, aunque dicha operación no produjo resultado alguno en la llamada del aparato, muchos primates con traje repiten la operación con el botón que demarca el piso al que desean llegar.
En segundo lugar, se observa un efecto físico dual por el hecho de estar en el recinto en compañía de otros humanos: una contracción del esfínter que produce cara de dolor y un levantamiento de los hombros aunado a un junte de las extremidades con tal de evitar cualquier roce con las demás bestias encerradas en el rectángulo. De igual forma, en lo que respecta al campo visual, el humano busca un punto en el techo, la pared o el suelo para clavar la vista: es necesario evitar el contacto visual con los demás presentes para que no se confundan las intenciones.
En caso de que quede espacio suficiente en el ascensor, se observa que cada miembro del grupo escoge una esquina para pegar su cuerpo a la pared y sólo se separa de su rincón en el momento en que llega a su destino. Claro está, se observan muchos casos en los que, por la prisa y la necesidad de dejar de estar con otros humanos, uno de ellos camina hasta la puerta y sale en el piso equivocado. Cuando esto sucede hay dos soluciones: algunos regresan con el rabo entre las patas a su rincón de silencio y otros, los más orgullosos, depués de poner esa cara de sorpresa que delata que se bajaron en el piso incorrecto, se tragan su error y caminan por el pasillo en espera de que el ascensor se cierre para poder llamar y subirse a otro en el que todos ignoren su error.
Por último, la presencia de otro ser humano siempre preocupa al que primero se va a bajar. Es esa realidad humana que todo el mundo conoce: el que se queda le mira el culo al que sale. Probablemente por esto es que se acelera la respiración y el habla. El resultado de esa acelelración es que, en los casos en que los primates encorbatados recuerdan que sus madres los entrenaron para decir buenos días/tardes/noches, el falso deseo sale de sus bocas con la misma velocidad y entonación que un pedacito de comida que la intrépida y curiosa lengua encontró en la muela trasera dos horas después de comer.
La próxima vez que se vean en una situación de movimiento dentro de uno de estos aparatos, no duden en sonreir ampliamente y mirar a los ojos a sus compañeros de viaje; verán que ellos no saben dónde carajo meterse ni qué hacer. Háganlo y después me cuentan.
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