lunes, 3 de septiembre de 2007

Profesor

Hay palabras que, al pronunciarse, caen por el centro de la habitación donde se esté con el peso de un martillo gigante. Estos vocablos no necesariamente son soeces o desconocidos. Para ilustrar la potencia que pueden tener algunas palabras, utilizaré el ejemplo que vivió este servidor la semana pasada.
Había culminado los tediosos trámites correspondientes a la adquisición de un nuevo empleo. También había llegado al lugar en donde ejercería una labor a cambio de cierta remuneración económica. Hasta me había vestido de persona con todas las complicaciones e incomodidades que dicha facha conlleva. De improvisto, me vi frente a un grupo de jóvenes que no distaban mucho del número de veranos que ha vivido el que suscribe. De repente, como un frío súbito, como un alarido que surge de la nada, como un impacto de bala en medio de un tango, como un avión que entra estrepitosamente por la ventana de una iglesia, como el quejido inhumano de un gato a las tres de la mañana, como una garra de oso deslizándose sobre una pizarra sale de la boca de una de las mujeres que allí estaban sentadas: "Con permiso, PROFESOR".
De más está decir que en la eternidad que duró el subsiguiente segundo, todo lo que me podía temblar me tembló y algunas paredes imaginarias en las que alguno de mis duendes mentales había escrito un pequeño pronostico sobre lo que sería mi vida se resquebrajaron. La habitación dio vueltas y quedé suspendido en el vacío de la incertidumbre. Por suerte, la capacidad de improvisación que me caracteriza me sacó adelante. Antes de que me diera cuenta salió reptando de mi boca lo único que me podía salvar: "Dígame".

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