viernes, 17 de octubre de 2014

Fábrica

15 de octubre de 2014

Fábrica

Gabino Iglesias/ Estudiante doctoral
Desde pequeñas entrenan, se arreglan, aprenden y sueñan. Independientemente de su coeficiente intelectual, que no siempre es tan limitado como la mayoría piensa, todas sus quimeras van atadas al físico, a la simetría de una cara que recibe ayudas y desayudas de la genética y a un sinnúmero de variables que van desde la manera específica de enseñar los dientes, aun en obvia ausencia de humor, a la forma en que reinventan el poner un pie delante del otro. Son carne de juicio y viven para una gloria casi imposible de alcanzar. Son, en buen castellano, nuestras “mises”.

Las “mises” que llegan lejos son diosas terrenales que llenan el pecho de orgullo patrio y ponen, como dicen por ahí, el nombre de Puerto Rico en alto. Por desgracia, también son las menos. Detrás de cada “miss” memorable hay una larga línea de casi ganadoras que quedan en el olvido.

Y para aquéllas que logran el sueño, luego está el asunto de la vida después de la gloria. Ahí habitan las pesadillas de carreras que dan lástima, los matrimonios mal llevados, los tristes y desesperados intentos de retener un ápice de relevancia, los intentos fallidos de ser cantante, actriz o animadora.

La triste realidad es que los concursos de belleza cada vez parecen ser más una fábrica de muñecas caducas. Ser “miss algo” hoy es sólo útil para la que se lleva la corona, y eso sólo si sabe buscarse la vida con lo poco que la corona le deja una vez la entrega. El resto es un triste ejército de guapas delgadas (vamos, al menos en teoría) que tiene que enterrar el sueño muerto y buscarse la vida en una realidad en la que caminar y sonreír no valen para nada en un curriculum vitae.

A lo mejor es hora de dejar a un lado los concursos de belleza. A lo mejor son tan inservibles como una silla con dos patas. O no. A lo peor estoy agrio porque estudié frenología. 

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