Siete en punto de la mañana. Pies inquietos pasean una y otra vez por el mismo pedazo de acera gris. Parece inquietud pero en realidad se trata de un animal que intenta inútilmente escapar del frío.
Acepto ser un perro caribeño. Frías mañanas en Galicia y paseos mojados al borde de la neumonía en Nueva York no me han ayudado a acostumbrarme al frío. La calefacción artificial del apartamento escupe un aire tibio que huele a humedad, años y hongos. Ah, siempre me queda el calorcito maravilloso del antídoto perfecto para las visicitudes de la vida: música.
Lleno la habitación de saxofones serpenteantes, pianos enloquecidos por la velocidad, violines maniaco depresivos, bajos con complejo de inferioridad, guitarras que acamparon en el desierto en sus años de juventud, voces milagrosas de mujeres de nadie que susurran o gritan en español, inglés, francés o portugués. Canciones salpicadas de güisqui, teñidas de oscuridad, sacadas del fondo del infierno una tarde de verano en que la soledad salió a pescar con el destierro. Infames amores inoportunos que ignoraron las reglas del juego, recuerdos que atormentan a sus dueños como gatos heridos a las 2 de la mañana, borracheras compartidas con energúmenos que desaparecieron para siempre. Referencias secretas a libros prohibidos, tardes de junio en las que el sol anunciaba la posibilidad de que exista el amor, encontronazos con el destino, las manchas que deja la puta muerte, la alegría de disparar contra el olvido, escupirle al deseo, torturar al vacío, pellizcar la mentira, descoser el horizonte, cabalgar una nota. Clavarse en sol, descojonar con graffiti las puertas del cielo, decir que no mientras nor reímos a carcajadas...
Llega el calor y saca el frío a patadas. Mis mujeres, mis hijas, mis canciones, las canciones de otros, las elocuentes canciones sin palabras, la belleza de los minutos bien usados. Mis amigos de siempre, los vivos y los muertos. Notas musicales escalando las paredes. Sudor y alegría. El calor.
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