Hace algunas entradas hablaba de las nuevas fronteras de la hijaputez. Hoy le toca el turno a ese elemento que, como bien señaló Einstein, no conoce el límite: la estupidez humana.
No sé si se trata de una broma poco simpática o de el irreductible empeño de la humanidad por ir minando mi confianza en ella a diario. Como las hojas de noviembre de los países que disfrutan de las cuatro estaciones se van callendo mis últimos vestigios de esperanza en el animal más bestia de la tierra: el ser humano.
La deleznable criatura que me exprime odio a chorros el día de hoy, por aquello de especificar, se llama Bernann McKunney y es una gringa de Californoa de edad no especificada y coeficiente intelectual equiparable al de un ladrillo. Esta dama (el tintero se desborda de oprobios) se ha convertido en la primera persona que clona su perro de manera comercial y le pagó 150,000 dólares a la compañía surcorena RNL bio para que clonara a su difunto Booger. Además, la Universidad Nacional de Seúl se prestó para ridiculez. No sé si me encabrona más la mujer o los académicos que asintieron sobándose el bolsillo.
Empecemos. ¿Qúe mujer respetable e inteligente le pone a un pobre can Moco?¿No se puede comprar otro perro y donar todo ese dinero que le sobra a causas benéficas más importantes?¿Por qué no puede ser increíblemente dolorosa la estupidez?¿Por qué esta tipa no está ingresada en un hospital psiquiátrico?¿Cuán culpable me debo sentir por desear que el moco nuevo se la coma viva?
Nada. Yo sigo advirtiendo al público en general: se acerca el apocalípsis tecnológico.
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