Era algo inevitable. Llevaba asomando la nariz desde finales de octubre y cobró mucha fuerza a mediados de noviembre. Comenzaron a incrementar la cantidad y el volumen de los malditos “shoppers”, sacaron del armario nacional y desempolvaron a los cuatristas, el país empezó a comprar billetes de avión para los municipios de Orlando y Nueva York y empecé a tener pesadillas sobre la primera aparición de Tavín Pumarejo. Ya la semana antes de comernos el pavo era algo inminente: llegaba la Navidad… y esta mañana fue de reflexión navideña total.
Esta mañana salí de casa y la mirada obscena de dos iluminados venados alienígenas me espantó. Miré a mi alrededor intentando ubicar un punto de referencia conocido para tranquilizarme y noté que en lugar de crecer hongos por el exceso de lluvia de los últimos días, lo que puebla la grama de mis vecinos son regalos multicolores forrados de metal. Me percato de que todo se ve igual. Al lado los reglaos sembrados en los frentes de casi todas las casas suele haber una ridícula cápsula esférica y transparente desde dentro de la cual algún personaje, que puede ser desde Jesús hasta Pooh, mira con cara de idiota hacia fuera mientras nieva a su alrededor.
Seguí caminando y más adelante observé un Santa que asomaba sus pies por la entrada de un iglú sembrado frente a una puerta y cerca de un caribeñísimo hombre de nieve. Sentí cómo se resquebrajaba mi cordura y abrí la puerta del carro con desesperación para huir de ese absurdo infierno. Me subí a mi vehículo para escapar de tanta locura y, justo cuando estaba cerrando la puerta, me percaté de una de las mentadas cápsulas que contenía a los tres Reyes Magos en su interior mientras soportaban el embate de la constante nieve con cara de placer (pregunta forzosa: ¿cuándo ostia nevó en Nazaret?).
Empecé a conducir hasta mi trabajo y la reflexión invadió mi cabeza en contra de mi voluntad. Pienso que vivo en un país donde la homogeneización navideña hace más daño que bien. Mezclamos coquito con Coca-cola, lechón con turrón, arroz con gandules con Santa, morcilla con nueces, güiros y panderetas con villancicos clásicos y los hombres de nieve comparten terrenos decorativos con los tres Reyes Magos en lo que resulta un singular arroz con culo homogeneizador que sólo complica el ya enorme problema de la identidad puertorriqueña.
Además, nadie se percata de que durante las fiestas, la ridiculez esa del calentamiento global se olvida por completo (¿dónde queda Bali?) y todo el mundo lanza por las nubes el consumo energético con la puesta en escena de innecesaria y cursi iluminación navideña que decora los árboles, paredes, casas y patios en todos los rincones del país. También están los que, no conformes con el innecesario gasto energético, salen a comprar un pobre cadáver de árbol no nativo que vino en un contendor de camión desde algún país frío. Pero no sólo la pagan el planeta y los árboles: la masacre de los pavos se repite con los pobres cerdos.
Pausa obligatoria. De pequeño me enseñaron que en Navidad celebrábamos el nacimiento de Jesús. Después crecí y aprendí que desde la fecha elegida hasta la celebración han sido vapuleadas a gusto de los hombres (para variar) y que no suele ser en el imaginario popular más que una fiesta de consumo desmedido e intercambio de regalos inmerecidos. Ahora me doy cuenta de otra cosa: el lechón es, más allá de Jesucristo, la figura central de la Navidad puertorriqueña y el festejo es, en lugar de una celebración religiosa, una de índole porcina. “El lechón se coge, se mata y se pela…”, “Ese pobre lechón que murió de repente…”, “A comer pasteles, a comer lechón, arroz con gandules y a beber ron…”, etcétera. La figura del cerdito en la vara es la realidad nacional y la figura representativa de las fiestas. Tan es así que hoy señala un periódico los peligros de la dieta navideña y del alcoholismo disfrazado de comilona familiar.
Luces, bebidas, lechón, regalos, centros comerciales abarrotados, música ridícula y sumamente repetitiva que llaman “folklórica” y balas al aire: esa es la sintomatología de que llegó diciembre a Puerto Rico.
Que conste, no estoy despotricando contra las fiestas, sólo señalando sus interesantes peculiaridades y sus totales absurdos. Espero que entre la cara de felicidad de los seres queridos a los que les pienso regalar algo, las películas estúpidas de la tele, el coquito de Ady, el turrón, las risas y los sándwiches de morcilla, pueda disfrutar la Navidad más allá de las ridiculeces promedio del país.
Una muy buena reflexión que nos invita a revisar el origen de nuestras acciones y las razones que nos llevan a imitar lo que los demás hacen, aunque no tenga sentido.
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